POEMA DEL PRIMER DÍA
Un día tendí mis manos,
alcé mis manos abiertas de preguntas,
crucé mis manos con siembra de esperanzas,
miré mis manos sospechando una entrega.
Y era ese día
que le crece a la tierra una nostalgia,
que perfila a los montes su hermosura,
que le persigue al río su corriente,
que le sabe a la lluvia a trigo nuevo
y le prende al almendro, de nieve, flor en marzo.
Un día crucé mis manos,
sospeché de impaciente la mañana,
y el llegar de los pájaros era un mundo primero;
reconocí la tarde enternecida,
desangrando esperanzas en un cielo encendido,
y me asomé al espejo de la noche,
averigüé la estrella,
oculta entre la niebla de una luna sin llanto.
Un día yo alcé mis manos,
y me supe a mí misma y a mi cuerpo,
y me encontré a mis ojos y a mi risa,
y me escuché en mis pasos de un eco dividido,
y descubrí que existe la palabra
con frutales secretos en su aroma.
Un día miré mis manos,
adiviné su historia,
y comprendí su vuelo,
su hermosísimo vuelo a las constelaciones y a los astros,
y un gran batir de alas se derramó con música
de asombro.
Y las tendí a lo alto
y se clavaron, banderas en la torre de mi ensueño,
tallos con un presagio fiel de ramas,
señales de evidencia y tierra prometida.
Las elevé, campanas repicando en la dicha,
anuncia de una fiesta por las sendas del aire,
con un pregón de amor en cada nota,
y un augurio de rosas y de lunas,
y un dulcísimo canto,
rumor y melodía de un alma que amanece,
estremecida luz de tanta aurora.
Un día fueron mis manos.